En el siglo XVI, los mahometanos estaban
invadiendo a Europa. En ese tiempo no había la tolerancia de unas religiones
para con las otras. Y ellos a donde llegaban imponían a la fuerza su religión y
destruían todo lo que fuera cristiano. Cada año invadían nuevos territorios de
los católicos, llenando de muerte y de destrucción todo lo que ocupaban y ya
estaban amenazando con invadir a la misma Roma. Fue entonces cuando el Sumo Pontífice Pío V, gran devoto de la
Virgen María convocó a los Príncipes
Católicos para que salieran a defender a sus colegas de religión. Pronto se
formó un buen ejército y se fueron en busca del enemigo.
El 7 de octubre de 1572, se encontraron los
dos ejércitos en un sitio llamado el Golfo de Lepanto. Los mahometanos tenían
282 barcos y 88,000 soldados. Los cristianos eran inferiores en número. Antes
de empezar la batalla, los soldados cristianos se confesaron, oyeron la Santa
Misa, comulgaron, rezaron el Rosario y entonaron un canto a la Madre de Dios.
Terminados estos actos se lanzaron como un huracán en busca del ejército
contrario. Al principio la batalla era desfavorable para los cristianos, pues
el viento corría en dirección opuesta a la que ellos llevaban, y detenían sus
barcos que eran todos barcos de vela o sea movidos por el viento. Pero luego -de
manera admirable- el viento cambió de rumbo, batió fuertemente las velas de los
barcos del ejército cristiano, y los empujó con fuerza contra las naves
enemigas. Entonces nuestros soldados dieron una carga tremenda y en poco rato
derrotaron por completo a sus adversarios. Es de notar, que mientras la batalla
se llevaba a cabo, el Papa Pío V,
con una gran multitud de fieles recorría las calles de Roma rezando el Santo
Rosario. En agradecimiento de tan espléndida victoria San Pío V mandó que en adelante cada año se celebrara el
siete de octubre, la fiesta del Santo Rosario, y que en las letanías se rezara
siempre está oración: “MARÍA AUXILIO DE LOS CRISTIANOS, RUEGA POR
NOSOTROS”
El siglo pasado sucedió un hecho bien
lastimoso: el emperador Napoleón llevado por la ambición y el orgullo se
atrevió a poner prisionero al Sumo
Pontífice, el Papa Pío VII. Varios años llevaba
en prisión el Vicario de Cristo y no se veían esperanzas de obtener la
libertad, pues el emperador era el más poderoso gobernante de ese entonces.
Hasta los reyes temblaban en su presencia, y su ejército era siempre el
vencedor en las batallas. El Sumo Pontífice hizo entonces una promesa: "Oh
Madre de Dios, si me libras de esta indigna prisión, te honraré decretándote
una nueva fiesta en la Iglesia Católica". Y muy pronto vino lo
inesperado. Napoleón que había dicho: "Las excomuniones del Papa no son
capaces de quitar el fusil de la mano de mis soldados", vio con
desilusión que, en los friísimos campos de Rusia, a donde había ido a batallar,
el frío helaba las manos de sus soldados, y el fusil se les iba cayendo, y él
que había ido deslumbrante, con su famoso ejército, volvió humillado con unos
pocos y maltrechos hombres. Y al volver se encontró con que sus adversarios le
habían preparado un fuerte ejército, el cual lo atacó y le proporcionó total
derrota. Fue luego expulsado de su país y el que antes se atrevió a aprisionar
al Papa, se vio obligado a pagar en triste prisión el resto de su vida. El Papa
pudo entonces volver a su sede pontificia y el 24 de mayo de 1814 regresó triunfante a la ciudad de
Roma. En memoria de este noble favor de
la Virgen María, Pío VII decretó que en adelante cada 24 de
mayo se celebrara en Roma la fiesta de María Auxiliadora en acción de gracias a
la madre de Dios.
El
9 de junio de 1868, se consagró en Turín, Italia, la Basílica de María
Auxiliadora. La
historia de esta Basílica es una cadena de favores de la Madre de Dios. Su
constructor fue San Juan Bosco, humilde campesino nacido el 16 de agosto de
1815, de padres muy pobres. A los tres años quedó huérfano de padre. Para poder
ir al colegio tuvo que andar de casa en casa pidiendo limosna. La Santísima
Virgen se le había aparecido en sueños a los 9 años, mandándole que
adquiriera "ciencia y paciencia", porque Dios lo destinaba para
educar a muchos niños pobres.
Nuevamente se le apareció la Virgen y le
pidió que le construyera un templo y que la invocara con el título de
Auxiliadora.
Empezó la obra del templo con tres monedas de
veinte centavos. Pero fueron tantos los milagros que María Auxiliadora empezó a
hacer en favor de sus devotos, que en sólo cuatro años estuvo terminada la gran
Basílica. El santo solía repetir: "Cada ladrillo de este templo corresponde a un milagro de la Santísima
Virgen".
Desde aquel santuario empezó a extenderse por
el mundo la devoción a la Madre de Dios bajo el título de Auxiliadora, y son
tantos los favores que Nuestra Señora concede a quienes la invocan con ese
título, que ésta devoción ha llegado a ser una de las más populares.
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